Las ciudades inteligentes constituyen un nuevo concepto de gobernanza de las propias ciudades. Hacen participar más a la ciudadanía a través de la gestión de la información necesaria para mejorar su calidad de vida. Una farola ya no será solo un poste con una luz para iluminar, sino que podrá emitir datos sobre la contaminación ambienta o acústica de la zona. Quienes lleven en su móvil una aplicación para recibir esa información podrán gestionar desde problemas de alergia hasta la opción de habitar alguna vivienda de la zona.
Cuándo es mejor recoger las basuras, cómo gestionar el tráfico o la luminosidad de una calle se decidirá utilizando la tecnología con el objetivo de economizar y rentabilizar los recursos para que las ciudades sean sostenibles. Igual que se eligen las bombillas de bajo consumo para una vivienda, los ayuntamientos alentados por el Gobierno deberán impulsar todos los planes que vayan en esta dirección. De hecho, se van a destinar 153 millones de euros de los fondos FEDER para lograrlo.
Algunas voces se interrogan sobre si no será esta otra burbuja, esta vez tecnológica, que busca el enriquecimiento de algunas empresas. En este caso nos preguntamos cómo se llega a tener una ciudad tecnologizada sin unos ciudadanos que entiendan la tecnología como una herramienta para mejorar la calidad de vida. Se pueden tener las mejores ideas, pero sólo serán llevadas a cabo cuando haya quien quiera llevarlas a buen puerto. La educación y la tecnología están necesitadas la una de la otra. En este caso, la tecnología y quien apuesta por ella tiene que buscar también una educación «inteligente», porque sólo con ella se puede desarrollar cualquier tipo de ciudad.